La Jornada.
La llamada reforma educativa, que fue en realidad un intento del régimen por abrir la puerta a la privatización del sistema de enseñanza pública y por desarticular las expresiones sindicales del magisterio no sometidas al régimen, está muerta. Ha terminado por hacerse evidente que ese paquete de modificaciones legales era un engendro espurio, ideado en organismos internacionales e impulsado por grupos de interés que pretendían tomar por asalto el ámbito educativo; más allá de elementos discursivos y propagandísticos y de disposiciones punitivas y de control laboral, no había en él gran cosa pedagógica, ni nada que lo convirtiera en un factor para la dignificación de la enseñanza que es sin duda urgente.
Como queda claro en forma retrospectiva, los funcionarios que se empeñaron durante meses en aplicar esas disposiciones no tenían ni idea de la conformación del país en el que viven. Supusieron que la disidencia magisterial podría ser doblegada con una combinación de publicidad difamatoria, desgaste, represión y sanciones. No se dieron cuenta de que el agravio no sólo afectaba a los maestros democráticos movilizados sino que tocaba también el corazón de una sociedad que ha sufrido demasiados despojos. Acaso imaginaron que el provocar una carnicería en un bloqueo de Oaxaca aterrorizaría a los movilizados pero sucedió algo distinto: reafirmó su convicción de lucha, la extendió a otros sectores y colocó al gobierno ante un nuevo problema. Tal vez pensaron que el sindicato oficial y su cúpula charra sería capaz de neutralizar a la CNTE y sucedió que muchos miles de profesores adscritos al SNTE se sumaron a las acciones de resistencia. Seguramente jamás imaginaron que los padres de familia, en vez de rechazar el paro, lo apoyarían.
Con todo y sus simulaciones el gobierno federal ha reconocido de varias maneras –todas ellas implícitas, sí– que su reforma no sirve porque tiene dientes pero no contenidos; que no tiene margen para emprender una represión masiva en contra del magisterio democrático y que el diálogo y la negociación son la única vía practicable para destrabar el conflicto. Ciertamente, le falta admitir lo principal: que no es posible mejorar el nivel educativo en un país en el que los niños van a la escuela sin comer y asisten a clases en aulas con piso de tierra mientras sus funcionarios pasean por el mundo en aviones de miles de millones de pesos. Por lo pronto, la "reforma educativa", ese engendro oligárquico y tecnocrático al que no se le iba a cambiar ni una coma, ha muerto.
Los funcionarios federales tienen trabajo por delante: ahora deben sosegar a los iracundos líderes de la Coparmex, la Concanaco y la Concamin que exigen vengar con sangre la afrenta de una rebelión de pobres que ha derrotado al poder público y que, bien capitalizada por sus protagonistas, puede sentar un precedente para empezar a echar abajo el conjunto de las reformas estructurales del peñato. Más allá del estridente chantaje empresarial y de los ejercicios oficiales de simulación para encubrir el tamaño de la derrota (como el "modelo educativo" que la SEP se sacó del sombrero hace unos días), ahora el magisterio democrático tiene ante sí la tarea de convertir en una victoria gremial y social el fracaso del régimen.
Cabe esperar que las movilizaciones, las mesas de diálogo (en las que cabe sospechar toda clase de trampas, dilaciones y distorsiones por la parte oficial) y los foros públicos se extiendan ahora al Congreso a fin de que ocurra allí el régimen no ha querido hacer en casi cuatro años: escuchar a los maestros del país y tomarlos en cuenta. La resistencia magisterial –esa que según sus linchadores mediáticos sólo busca perjudicar el tránsito y el comercio, huevonear y heredar plazas– no sólo tiene una vastísima experiencia pedagógica y social, sino también un enorme trabajo de reflexión, análisis e investigación sobre los problemas y las miserias del sistema de educación pública y sus posibles soluciones. La sociedad y las instituciones deben darse la oportunidad de conocerlo. Si ello sucede, será posible construir y aprobar un conjunto de iniciativas que realmente merezcan el nombre de reforma educativa y socializar así la victoria que los maestros han ido construyendo con lucidez, tesón y abnegación admirables.
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